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Buceo en mis múltiples lecturas y recuerdo las primeras líneas de Alta Fidelidad, aquellas donde Nick Hornby dice algo así como: "no sé si escucho está música porque soy así, o si soy así porque escucho esta música".
Empiezo por el principio de todas las cosas, y una vez más me pregunto si soy, a veces, este enjambre de melancolía y temblor porque buceé entre páginas de escritores desasosegados, o porque me empantané entre sus pesares, soy esto que soy. Yo no lo sé.
Sí sé que —no me animo a decir: mi vida, claro que no— mi ser más íntimo fue tocado y modificado por infinidad de párrafos, ideas, resonancias que nunca creo recordar, pero que están ahí, sedimentando en algún lugar sospechosamente melancólico.
Es hora de pensar cómo nombrar aquello que no siempre tiene una palabra. Qué nombro cuando digo la palabra melancolía, por ejemplo. ¿El decir de Clarice Lispector que siente que ha perdido algo, sin saber cuándo ni dónde?
Alejandra Pizarnik escribió esto para mí: el interior del melancólico es un espacio de color de luto y un ritmo trastocado; el melancólico tiene dentro una lentitud exhausta de gota de agua cayendo de tanto en tanto; muy pocas veces su ritmo no solo llega a acordarse con el del mundo, sino que lo sobrepasa desmesuradamente. Y es de esa desmesura de la que quiero hablar, porque es lo que me alimenta y da sentido a todo.
Digo entonces yo:
La melancolía es pasearse por entre las góndolas del supermercado, al compás risueño de los versos de Juan Ramón Jiménez:… "y yo me iré y se quedarán los pájaros cantando…”.
Dice Alejandro, mi amigo bloggero: "A ese nostálgico que siempre necesita o llora aquel paraíso perdido, Daney opone, por contraposición, cierta movilidad "hacia adelante” del melancólico. Es también un reinterpretación mía de ese concepto. Es una idea no paralizante de la melancolía, una idea flanneur que me agrada y me parece simpática y portátil: no hay paraíso a recuperar, pero la esperanza de un pequeño paraíso ( terrenal para mí) aguarda en la acción, en el ir hacia. Aunque se sepa que no se llega nunca".
Empiezo por el principio de todas las cosas, y una vez más me pregunto si soy, a veces, este enjambre de melancolía y temblor porque buceé entre páginas de escritores desasosegados, o porque me empantané entre sus pesares, soy esto que soy. Yo no lo sé.
Sí sé que —no me animo a decir: mi vida, claro que no— mi ser más íntimo fue tocado y modificado por infinidad de párrafos, ideas, resonancias que nunca creo recordar, pero que están ahí, sedimentando en algún lugar sospechosamente melancólico.
Es hora de pensar cómo nombrar aquello que no siempre tiene una palabra. Qué nombro cuando digo la palabra melancolía, por ejemplo. ¿El decir de Clarice Lispector que siente que ha perdido algo, sin saber cuándo ni dónde?
Alejandra Pizarnik escribió esto para mí: el interior del melancólico es un espacio de color de luto y un ritmo trastocado; el melancólico tiene dentro una lentitud exhausta de gota de agua cayendo de tanto en tanto; muy pocas veces su ritmo no solo llega a acordarse con el del mundo, sino que lo sobrepasa desmesuradamente. Y es de esa desmesura de la que quiero hablar, porque es lo que me alimenta y da sentido a todo.
Digo entonces yo:
La melancolía es pasearse por entre las góndolas del supermercado, al compás risueño de los versos de Juan Ramón Jiménez:… "y yo me iré y se quedarán los pájaros cantando…”.
Dice Alejandro, mi amigo bloggero: "A ese nostálgico que siempre necesita o llora aquel paraíso perdido, Daney opone, por contraposición, cierta movilidad "hacia adelante” del melancólico. Es también un reinterpretación mía de ese concepto. Es una idea no paralizante de la melancolía, una idea flanneur que me agrada y me parece simpática y portátil: no hay paraíso a recuperar, pero la esperanza de un pequeño paraíso ( terrenal para mí) aguarda en la acción, en el ir hacia. Aunque se sepa que no se llega nunca".