31.8.07

Buen fin de semana

"La rosa es sin porqué, florece porque florece".
Angelus Silesius




Ni muy muy...






Ni tan tan...

29.8.07

La ley de la ferocidad

Cuenta Julio Ramón Ribeyro que durante años, por un error de la editorial que había puesto una foto equivocada en la solapa del libro, leyó a Balzac pensando que tenía el rostro de Amiel. Cuando con el tiempo descubrió el verdadero rostro del autor, su obra, dice, cambió de sentido. Supuso entonces que César Vallejo no hubiera podido escribir los Poemas Humanos si hubiera tenido la cara de Neruda. Me di cuenta de que en estos días en que leo La ley de la ferocidad, de Pablo Ramos, vuelvo a la foto de la solapa una y otra vez. Es tan desgarradora la historia, que busco el retrato de Ramos con la esperanza de encontrar cierto remanso en su mandíbula, como si yo misma buscara un consuelo, un ya no ver esa desazón ni tanto asco atravesado en su garganta. Pero sólo encuentro en su imagen el gesto de su cabeza ladeada sobre el lado izquiero, como la de un animal acobardado. Hay orfandad en sus ojos y desconsuelo más allá de sus pupilas.
Aún no terminé La ley de la ferocidad, quizás, en unos días, los ojos de Ramos puedan mirarme de otra manera, señal de que, finalmente, la escritura haya aliviado tanta furia.

28.8.07

En tela de juicio
¿No es hora de que digamos la verdad de la milanesa?
¿Hay realmente una cream que quita (sí, ¡quita!, dicen) el 30% de las arrugas en dos semanas?
¿Nacha Guevara tiene el pelo que tiene gracias a los masajes del doctor Schwanck o a las extensiones de Alberto Sanders?
¿Ustedes piensan que el antiregularis realmente ayuda para el "tránsito lento" (y ojo que lo pongo entre comillas) o que a Pancho Ibáñez le cambiaron la vida los L casei defensis?
¿Las semillas de pomelo (ahhh, ¡ésta es nueva!) combaten la osteoporosis y la harina de quinoa, la depresión?
¿Acaso alguien puede creer que Su Giménez usa productos Avon para engrosar sus labios?
¿Los verdes ensolves se comen, literalmente, la suciedad y las manchas?
¿Los exfoliantes de jojoba son tan efectivos como los hidrolizados de queratina para la piel o el germen de trigo para el anti frzz?
¿El Skip inteligent tendrá un coeficiente intelectual superior al Ala, el blanco más blanco?
¿Con Dove nos sentiremos más lindas cada día?
¿Los lactobacilos son tan indispensables como el omega 9?
¿Podemos ser tan tontas las mujeres como para enchastrarmos con semen de ballena o baba de caracol? ¿Y algún varón conquistó a alguien con el chuf chuf del Axe Marine o el Impulse Intense?
¡¡¡Por favor!!!

27.8.07

Los gestos y la calle

Puedo decir, si se me permite la impertinencia, que a veces siento lo mismo que Borges. Lo que veo no me remite a la vida misma, sino a lo que he leído. Hoy caminaba por Córdoba cuando vi a una señora de unos sesenta años, cargando una bolsa de plástico. De repente, sin porqué ni para qué, la bolsa se rompió y quedaron desparramadas en la vereda ovillos de lana de varios colores, botones, cierres, agujas y rollos de cinta de distintos tamaños. La mujer no dijo nada, no se agachó a recoger el sembradero de botones y ovillos que rodaban hacia la calle. Ahí, parada como estaba y con un gesto de verdadera derrota, miró hacia abajo y reprimió las ganas de ponerse a llorar, no por la bolsa rota, claro, sino por otras penas u otros desencantos. Entonces recordé -seguramente los botones tuvieron que ver en mi recuerdo casi automático -uno de los personajes de los Cuentos de Hadas de New York, de J.P. Doneleavy: "Se me ha caído un botón del abrigo. Lo único que me faltaba para que todos se den cuenta de que voy cuesta abajo"; o aquel Impaciente de Gonzalo Garcés: "A veces bastaba con que una bola de helado se me cayera al piso para partirme el alma". Como si se pudiera ver, a través de esos gestos desmedidos, la herida oculta en plena calle. Dos hombres que caminaban en sentido contrario la ayudaron a juntar el desparramo y la consolaron como si se tratara de una tragedia, mientras ella, casi puchereando, les daba las gracias una y otra vez.
Quizás algún otro día, ella misma venga a nuestro rescate con una palabra, un gesto generoso, una sonrisa franca de aquel que no nos debe nada, más que el gesto aprendido en este día de botones sueltos en plena avenida Córdoba, esquina Suipacha.

24.8.07

Buen fin de semana

"Compraba zapatos rojos y se los ponía sólo cuando llovía porque le gustaba el aspecto que tenían sobre la acera mojada".

De Piezas en fuga, de Anne Michaels.

23.8.07

Adhesiones y aversiones del idioma

Como quien colgara palabras de la soga, elijo éstas, para ponerlas al sol.
:
A alba, agua, calandria, verano, petaca, tempestad, arena. Siento una definida inclinación por las aes abiertas y redondas.
Me gusta revoltijo, como la cantaba Silvio, revoltijo de sangre con madera. Y si de formas de cantar las palabras hablo, cómo no elegir melocotón, o más todavía: sweet melocotoncita, cuando así Sabina nombra a su hija Rocío.
No podría dejar afuera a la palabra luna, a pesar de Borges que renegaba de ella, seducido por la romántica moon, con su doble o, que obliga a ese arrastre cerrado, que tanto le conviene a la palabra luna.
Coqueteo con amalgamar, me gusta y no me gusta, me suena a veces a espiralado y a esa familia de palabras empalagosas.
Sí a zozobra, plenilunio, cadencia, porque hacen honor a su significado.
¿Por que me gusta tiempo y no me gusta temporal? Misterios de la lengua.
Amo hoja, porque fue la primera palabra que pronunció mi hija, y literaturrrr, porque así le decía mi hijo a esta materia, en rotunda rebeldía contra el inglés.
Están, claro, las palabras de la infancia: menjunje, cusifai, embeleco, dalias, pastiche, opa, descuajeringado y fiaca.
Dice una amiga que elige siempre la palabra mesa, porque mesa no rompe el contrato de nombrar lo que nombra.
NO:
A susodicho, vinagreta, estresado, evento, intríngulis, podio.

No, a palabras como: vernáculo, aspaviento, misógino.
Y les digo no, porque me cuesta pronunciarlas al grupo de palabras con -br (librería: jamás por lo que nombra, pero se me atasca en el medio de la lengua).
Le grito no a omóplato, porque es una palabra tramposa: ¿no debería escribirse con h, ya que está tan cerquita de los hombros?
Si hablamos de la j, me quedo con jazmín, jilguero, juego.
Detesto expresiones como: "valga la redundancia". No me imagino a Teresa Parodi cantando: amo las flores por florecidas/ valga la redundancia; ni a Sabina, en su Noche de Bodas:
que te aproveche mirar lo que miras/valga la redundancia.
Ni que decir de expresiones como "esta cosa de", "es como que", "hacerse cargo", y más, cuando tanto se repiten que terminan vacías, hartas de ellas mismas.
Berretín,
pelandrún, cafúa, afano, mamúa, gil, entrevero, chamuyo, morlaco, porque, como dice Discépolo, son el brillo del hombre de la calle.
Aprendo de la palabras nuevas, ésas que sacamos de la galera cada dos por tres: concubinear, googlear, wikipedeando, y no me acuerdo más...

21.8.07

Lector adolescente

Hay libros que parecen escritos para uno. Como si le hubiéramos estado soplando al al autor, no sólo qué decir, sino cómo decirlo. Momento de gran revelación. Ese escritor, entonces, se nos hace tan cercano que lo sentimos como parte de nuestro patrimonio, de aquello que nos da identidad. Nos pertenene, nos hemos apropiado de su alma.
Confiesa Antonio Lobo Antunes en Conversaciones con María Luis Blanco, que llegado a ese punto de intimidad con aquel al que leemos, nos convertimos en seres celosos y adolescentes, y custodiamos a ése, nuestro escritor de hoy, como si sólo nosotros lo hubiéramos descubierto.
Y ¡ay! si lo vemos bastardeado u objeto de lecturas superficiales o equivocadas. Él es nuestro escritor.
Algo así me sucedió con Vila-Matas. Lo leí y lo leo con avidez. Grande fue mi sorpresa cuando hace algunos años, en plena Feria del Libro, fui a una charla anunciada, pensando que seríamos unos pocos sus privilegiados e íntimos lectores.
Nunca pude entrar a la sala, había gente en cada rincón, todos con sus libros bajo el brazo. Mi Mal de Montano manoseado, subrayado por otras tintas, con dobleces en otras páginas. Después de la sorpresa, me detuve observando cada uno de los rostros, buscando quizás un mirar parecido, un sonreír vilamáticamente. Descubrí, entonces, que esos ejemplares sí eran idénticos a los míos. Nos reíamos al mismo tiempo, preguntaba uno y el de la lado esperaba, ávido y cómplice, la respuesta; señalábamos con orgullo los párrafos más logrados y, en el aplauso final, nos reconocimos todos como parte de una misma lectura. Y dejamos de ser lectores adolescentes.

Foto: Magdalena Sorondo.
Ni muy muy...







Ni tan tan...

Foto: Magdalena Sorondo.

15.8.07

El peso del mundo

Uno de mis libros preferidos, ése al que vuelvo una y otra vez, a veces sin siquiera saber qué busco, es El peso de mundo, de Peter Handke.
¿Quién no se ha encontrado, alguna vez, observando el aire alrededor, apresando aquello que de extraordinario tiene lo cotidiano, hasta convertir una imagen instantánea en puro lenguaje?
En la mayoría de los casos, el mirar queda en el olvido. Nuestra memoria, perezosa, no recobra lo que el instante supo apresar. ¿Para qué? Simples observaciones, útiles para nada.
Pero de tanto en tanto, en momentos de rara epifanía, traducimos en palabras ese gesto que miramos al pasar. Manoteamos, entonces, una frase en la servilleta de la mesa de un bar o, en plena duermevela, de golpe, percatados de que hemos dado con las palabras exactas parar el gesto de aquel hombre en esa esquina, garabateamos a oscuras sobre cualquier papel, la clave de ese momento único.
Transcribo algunas de las maravillosas anotaciones del libro de Handke, cuyo páginas se interrumpen sin porqué.

En el medio de la conversación aparece una araña: se la busca y se la mata; después se sigue hablando.

Poner la cabeza entre las manos: ternura para con uno mismo.

A veces, en sordo monólogo, me hablo retóricamente.

Después de leer una hermosa carta, sentir "un fuerte abrazo" como si fuera un fuerte abrazo.

Como si para muchos la sexualidad fuera la única forma de experiencia, la única forma de contacto con el mundo.

En la tristeza, la necesidad de estar bien vestido.

Mientras cumplía una tarea elevada, sacaba la lengua en un gesto de incomodidad.

La vendedora en el supermercado: como si hiciera tiempo que dejó de esperar un gesto de amabilidad por parte de alguien.

Después de un andar muy elegante, de pronto, la mujer se pone a caminar como una ramera, caliente, vulgar, aliviada.

El odio a la gente que se pone los anteojos de sol arriba de la frente.

Un niño silba, le sale después de años de ensayo.

Ella camina por la calle con paso rápido y firme, y alguien le pregunta: "¿Usted camina así para que nadie la moleste?".

Los trabajadores en la vías: como si todos fueran iguales, ningún capataz o jefe o alguien con más poder, se gruñen entre sí, se empujan, y después se ríen a carcajadas.

En plena luz del día, una mujer cerraba las persianas, arriba, en una casa; levanté la vista hacia ella y nuestras miradas se encontraron como las de dos aliados momentáneos.

En la casa ajena, él mira todo para tener algo nuevo para sus sueños.

Ni muy, muy...



Ni tan, tan...

12.8.07

Sorpresas bloggeras

Paseando por distintos blogs, me encontré con esto.
Para qué les voy a mentir, me puse muy contenta, aunque me quedé pensando que hasta ahora no definí nunca mis muymuys y mis tantans.

Frase célebre


Lo dijo M. : "Yo no tengo conversación de cóctel".

9.8.07

En tela de juicio


Los hombres envejecen mejor que las mujeres.

Y sí, esta vez no hay nada que discutir. Es así, y lo digo muy a mi pesar.
No voy a caer en el lugar común de decir que la pancita de los hombres es linda, porque de linda no tiene nada. Pero díganme si no: no es lo mismo decir "viejo de mierda" que "vieja de mierda". El "vieja de mierda" descoloca de un hondazo a la pobre mujer que ha pasado ya la edad de las sirenas.
Si bien viejo y vieja han perdido en el camino la vista, la memoria, el pelo, la hermosura que da la juventud, la mujer pierde más, sencillamente porque envejece peor.
Quizás en otros tiempos las palabras no hubieran herido de esa manera, tiempos de mujeres con rodetes y trapos negros hasta los pies. Tiempos de abuelas sentaditas al sol, de manos suaves y tibias para acariciar, de esmeros en la cocina, de horas de cuentos antes de dormir.
Se me dirá, y me digo también, que la mujer ya vieja se sabe mirada como ella alguna vez miró, sin la menor compasión, no a aquella abuelita digna de todo amor, sino a las que, a veces, vemos hoy.
Las que se maquillan mal porque ya no hay espejo que las refleje y entonces salen a la luz del mediodía con dos cachetes color bermellón, y aros brillantes que adornan su decrepitud; porque no puede enorgullecerse de sus panzas como hace el varón, y entonces se estrujan dentro de fajas color piel; andan sobre tacos, atentas siempre a la osteoporisis que podrá quebrarlas al menor descuido, tratando de apresar tan sólo una fugaz mirada, de cualquier hombre y en cualquier lugar.
Están también las que simulan envejecer con coraje, sobrias en sus vestimentas (se visten sin problema y sin placer) y anónimas en su andar; y esas otras, pobres criaturas modeladas como plastilina, que en su inútil afán de birlarle a la vida unas horas más de lozanía, no les importa exhibir sus remiendos a plena luz del sol.
Pero a unas y otras le duele envejecer.
Claro que a los hombres también, pero la mirada sobre ellos tiene más de simpatía y complacencia y mucho menos de crueldad.
Pienso en mujeres mayores que llegan a los cincuenta o sesenta, dignas, plantadas, bellas en su adentro y en su afuera, cómodas en su andarivel, habiendo aceptado que no hay negociación posible: la piel de los veinte no rebrota en cada primavera.
Ni rebrotará.

7.8.07

En dulce diálogo

- Mamá, ¿ me comprás patitas de pollo?
- No, patitas de pollo, no, mami te va a hacer una rica polentita con tuco.
- No, qué asco, yo quiero patitas, ¡quiero ¡pa- ti- tas! ¡¡QUIERO PAAATITASS!!
- Shhhhhhhhhh..., no grites, mirá cómo todos te miran y piensan: mirá ese nene, es muuuuuy maleducado.
- Y a mí qué me importa ¡¡¡¡¡QUIERO PATITAS O NO TE DEJO MOVER EL CARRO Y TE TIRO TOOOODOO!!!!!
- No, amorrrr, vamos a comer polentita con la tía que seguro nos está esperando en casa...

- ¡Qué espere, la tía, a mí que me imporrrrrta, ¡quiero patitas, quiero patitas, quiero patitas, quiero patitas, QUIERO PA-TI-TAAAAAS!
Corrió a la góndola, agarro dos paquetes de patitas y las chantó en el medio del carro. (Ahora se arma, pensé yo).

- Ay, nene, mirá que sos, ¿qué va a pensar la señora, eh? ¿¿qué va a pensar??
Que tu nene es insoportable y que si no lo frenás ya, dentro de dos años aparecerás asesinada en la góndola de los congelados.

6.8.07

Adhesiones y aversiones de un lector


Si la literatura discute los mismos problemas que discute la sociedad pero de otra manera, esa otra manera es la clave de todo lo que buscamos cuando nos detenemos en las mesadas de una librería.
Aunque la respuesta a todo o a casi todo está en aquellos clásicos que hemos leído, existe una inagotable reserva de autores consagrados que serán siempre, hasta tanto no estén entre nuestras manos, un proyecto por cumplir.
Pero uno se empeña también en ir a lo nuevo, a lo que en nuestro hoy se está escribiendo.
Uno curiosea. Balbuceando y con algo de tristeza, vamos de un tomo a otro, porque sabemos que en cada una de nuestras elecciones iremos renunciando a aquello que no leeremos.
Porque hay de todo, y para todos los gustos: libros de poesías, ensayos sobre cualquier tema que queramos profundizar, biografías conmovedoras y reveladoras de las obras de algunos de nuestros autores más queridos —pienso entonces en el libro de Orgambide sobre la vida de Horacio Quiroga o en los diarios de John Cheveer—, y otras, apenas indiscreciones noveladas sin ninguna ambición estética entre sus páginas.
Uno sigue explorando y se encuentra con los libros de autoayuda, con todas las preguntas y todas las respuestas, pero que a mí, indefectiblemente, me dejan un sabor casi amargo, una leve frustración, un descender vertiginoso en la escala de mi autoestima. De ahí mi precaución; los ojeo con desconfianza, los mantengo lejos. Si recorro las doce lecciones que alguien aprendió de sus plantas, y me detengo en el capítulo que dice: “Podemos (del verbo PODAR, no PODER) y cortemos el exceso y nuestras plantas florecerán”, me desespero tratando de dilucidar cuántos y cuáles serán mis excesos y dónde tendrán mis plantas que florecer.
Apostando siempre a ese posible encuentro feliz, uno recorre y descubre novelas históricas a granel y no puede evitar pensar si se las lee porque se venden mucho o si se venden mucho porque se las lee.
Es cierto que suena interesante eso de saber algo más de la historia. En algunos casos, al terminar el libro, habremos comprendido puntos hasta entonces oscuros, y en otros, quizás, habremos agregado a nuestros limitados conocimientos cuántos hijos naturales tuvo Belgrano, qué tal amante resultó ser en realidad Rosas o si de verdad Sarmiento tuvo un carácter detestable.
Yo avanzo con cautela sobre estos libros: me resulta difícil mantener a sus personajes en la historia, se me hacen actuales, me confunden. Me obsesiona la idea, a medida que avanzo en la lectura, de si tal o cual párrafo será real o ficticio.
No en vano, uno libro que sí logró entusiasmarme fue aquel Montevideo, de Federico Jeanmaire, uno de los tantos que abordaron el personaje de Sarmiento, porque la propuesta explícita de Jeanmaire fue hacernos avanzar con él bellamente hacia el delirio, y es ese delirio lo que acapara mi atención. Si no, creo que me quedo con lo estrictamente histórico y los otros van quedando postergados en las estanterías o, en el mejor de los casos, apilados al fondo de mi mesa de luz.
Los libros que recopilan artículos y notas periodísticas son, creo, una apuesta fuerte de las editoriales. No dejan de ser interesantes; a uno lo hacen pensar, lo pasean inteligentemente por los temas más diversos y eso es bueno. A pesar de esta adhesión no pude evitar el desencanto cuando hace ya unos meses, después de haberme enterado de que un nuevo libro de Franzen circulaba por las librerías, corrí a buscarlo y me encontré con una excelente recopilación de artículos (libro que finalmente leí y disfruté mucho) en lugar de una nueva novela, que yo supuse a la altura de Las Correcciones.
Porque lo que yo más quiero es ficción.
¿Por qué la ficción?
Porque me gusta que me cuenten, porque todas las tristezas pueden soportarse si se entrecruzan en una historia. Porque la ficción se me hace, como a Javier Marías, el lugar más soportable. Porque me gusta que me acerquen más a aquello del otro que me es indescifrable.
Porque la ficción me hace entender más al mundo, porque puedo vivir otras vidas y aprender del otro sin juzgarlo, solo comprendiéndolo. Porque es entonces cuando los personajes pueden alcanzar la plenitud.
Por eso, frente a la mesada de la librería, una chispa se enciende dentro de mí. Celebro entonces ese momento. Momento de espera, de impaciencia, de goce. Porque quizás sea ése, el libro que estoy por agarrar, el próximo que se sume a la lista de aquellos que alguna vez hicieron historia en mi historia. Y entonces recuento títulos lejanos pero nunca olvidados como Madame Bovary, Rayuela, El beso de la mujer araña, Crimen y castigo, El sonido y la furia, El jardín de al lado o estos otros más recientes que tanto me hicieron reír como Cómo ser buenos y El mal de Montano; que lograron sacarme de lo cotidiano, como Al este de la fronera al oeste del sol, o que me conmovieron, como Una novela luminosa.
Y es en la ficción donde no me va a importar si el personaje central es un prócer de mi patria o un hombre medio, común, gris y corriente. Porque para mi será excepcional. Será un ser fuera de lo común dentro de su manera de ser común. Y no voy a querer saber si se me está contando una historia autobiográfica o no, porque no me va a importar qué datos de su vida el autor use, sino cómo los usa y en qué los transforma.
Y todo lector sabe —sin que nadie se lo haya dicho, sino por simple intuición lectora—, que la cantera de un escritor es la realidad de su vida y de su tiempo.
Entonces uno entra de cabeza en polémica con el mundo, con todas sus convicciones y experiencias a cuestas, para vincularse o desvincularse del mundo aquel, imaginado por otro para uno.

3.8.07

En tela de jucio


"Tinelli le da a la gente lo que la gente quiere ver".

¡Andá a cantarle a Gardel!
Esta es la respuesta que tienen a mano todos los que les conviene que la tele sea lo que es: basura. Que no es lo mismo que popular.

Así como Alan Poe construyó el lector de cuentos policiales, Tinelli ha construido el espectador de la televisión indigna, y lo alimenta día a día hasta el empacho.

Que es un hombre muy capaz, dicen algunos. Sí, tiene una gran habilidad para detectar la parte grotesca, grosera, conventillesca y malintencionada de la gente y hace todo lo posible por exacerbarla.

Miente, simula peleas y discusiones, instala una puesta en escena sin importale que se vean los hilos por detrás. Elige a los personajes más desagradables y saca lo peor de ellos; es guarango, falso, solapado, insoportable, gritón.

El engañador Tinelli, que se llena de plata embruteciendo (sí, embruteciendo) e intoxicando (sí, intoxicando) a su público -al que lleva de las narices sin esconder la soga-, no está solo: hay todo un equipo de grandes expertos detrás de cada programa, pensando en la mejor manera de agarrarte de la ñata para que te quedes pegado a la pantalla. Todos hacemos el mismo zapping, al compás de: “qué desastre esta televisión".

Hay quien mira y, mientras mira, no puede evitar quedar como fascinado por tanto revoltijo a la intemperie.

¿Él les enseñará a sus hijos a insultarse, a decirse cualquier cosa, a venderse por unos cuantos billetes, a mostrar lo peor de ellos mismos, a engañar a los otros?
No lo creo, para ellos debe de reservarles el mejor de los mundos. Y la escoria de la vida, en lugar de ponerla debajo de la alfombra, se la tira, como si fueran margaritas, a los chanchos, a sus televidentes, televidentes que él mismo supo modelar.
De ahí su gran responsabilidad.
En cuanto al horario de protección al menor: Ja.
Más de un niñito, desde Puerto Madero hasta la villa 31, han visto cómo la Suller acusaba a no sé quién de maricón, mientras hacía un gesto de “se la come” o agarraba un pene imaginario, al que chupeteaba como si fuera un rico helado de frutilla a la crema y chocolate granizado.
Mientras, el pelandrún de Tinelli ponía esa caripela de “ay, qué barbaridad, se zafó el hada madrina, esto es un descontrol”.
Úna fantasía propia: encontrármelo algún día, por ejemplo, en un ascensor estancado, para poder cantarle las cuarenta.
Si fuera mi padre le diría que me averguenzo de él. Si fuera mi hijo lo mandaría a la cama sin postre. Eso para empezar.
Y para terminar:
Si escuchar música, ver un buen programa, pasear o tener una buena conversación hacen bien, pues ver cosas horribles, violentas, escabrosas, falsas y mentirosas, hace mal. Me parece a mí.