Cada biblioteca personal es un recorrido y un proyecto único. Nuestras formas de leer no se parecen, porque no existe un lector igual a otro.
Hay lectores aventureros que se lanzan, ávidos, al encuentro de aquello que los instale en plena turbulencia, mientras que otros, lectores rigurosos, siguen atentamente las secuencias de un elaborado itinerario.
Los hay intuitivos, otros perezosos, algunos tan inquietos que, en medio de una lectura y movidos por fuerzas subterráneas, se desvían hacia otras páginas, se bifurcan, se pierden en laberintos inciertos y encuentran en cada historia una historia que nunca termina.
Están aquellos deseosos de similitudes, y esos otros, callados y solitarios que custodian hasta la exageración sus horas robadas al tiempo.
Hay lectores nocturnos que en plena luz del día y hartos de esperar la noche, bajan persianas y encienden el foco más potente mientras encajan su cuerpo en las formas sabidas del mismo sillón amarronado.
Hay lectores de libros prestados que nunca devolverán. Circulan, de tanto en tanto, los titubeantes, vacilan ante datos que se les hacen tramposos, dudan entre los colores estridentes de una portada y los demasiado suaves de otra, o releen, desconfiados, las reseñas necesariamente elogiosas de la contratapa.
Otros, los desbordados y caóticos, aman la confusión, el revoltijo, el más brutal amontonamiento.
Están los rebeldes, los minuciosos, los cobardes. Los ciclotímicos, que veneran hoy lo que ayer detestaron; los distraídos, los insensibles, los siempre fieles y entusiastas que hacen de sus lecturas leña de constantes conversaciones, pero también los fanáticos, esos que apabullan con su vehemencia.
Existen minorías que lo que más hacen es leer.
Otras, que lo único que hacen es leer.
Existen también lectores que se tutean con los personajes de ficción y logran con ellos más familiaridad que con sus compañeros de trabajo.
Los hay poco selectivos, esos que nunca dicen no. Los que eligen siempre el mejor capítulo, y los que vuelven a los textos conocidos y encuentran en cada relectura el doble placer de la repetición y el descubrimiento.
Algunos lectores, lectores nuevos, aterrizan fugaces entre páginas vírgenes de la mano de alguna buena película, mientras que otros se montan al envión de sus lecturas en busca de nuevos horizontes.
Habrá quienes sufran remordimientos por lo que no leyeron, y quienes se sientan marcados a fuego por un único libro. Quienes, impacientes, eviten descripciones, y quienes, voraces y sensuales, lean tres veces el mismo y erótico pasaje.
Los hay veloces, grandes hojeadores, masoquistas y malabaristas, que apuestan a la múltiple lectura de cuatro o cinco libros y que no entenderán nunca a los otros, lectores morosos, que se detienen para saborear esas líneas incandescentes que de repente se vuelven una revelación.
Unos rastrean, otros demandan, acumulan, fragmentan, devoran.
El pasatista se entretiene, el pícaro saltea, el travieso espía la página final, el nostálgico atesora frases memorables, el intimista convive amorosamente entre sus libros, el obsesivo lleva un eterno diario de lecturas, el fetichista recorre los estantes de su biblioteca y acaricia lomos conocidos o recién encuadernados.
El de corazón abierto comparte sus lecturas, el introvertido odia compartir. Unos necesitan de la letra escrita de cada día; otros arrancan cada Año Nuevo; algunos leen de tanto en tanto, de época en época.
Pero leemos y como lectores que somos debemos permitirnos todos los derechos y así poder potenciar nuestro placer.
Leemos para vivir o para gozar; o para abstraernos o para traducir la complejidad del mundo, o para encontrar posibilidades que los límites de la vida nos niegan o para lo que querramos que sirva leer.
*Con algunas variantes: texto ya publicado en este blog en el 2007 (perdonen ustedes, pero tengo una semana ardua y como no podré ir a la Feria del Libro, vaya este post libresco...).