Recuerdo perfectamente el día en que empezaron los síntomas. Era enero, una de esas tardes tranquilas que para mí siempre fueron tardes únicas, dedicadas a los libros, al no hacer nada, al dejar llegar las horas sin otra ansía que la de esperar la noche tibia y el canto de las chicharras trasnochadas.
Estaba leyendo La piel fría, última novela de Sánchez Piñol.
Había olor a río en aquella tarde estival de los primeros días de enero. ¿Me atravesaba un río como a la placidez de J. L.Ortíz? No en ese momento, no después de que mi piel empezara a afinarse más y más, desde diciembre del 2001. Y así, casi en carne viva, despellejada, sin costras para amortiguar los golpes, leí las palabras de Sánchez Piñol como quien lee una sentencia.
Recuerdo el instante en que bajé el libro y me quedé mirando, a través de la ventana, los árboles del jardín de al lado, unos cipreses erguidos y eternos, aunque en ese momento nada me hacía suponer que tanta altivez y fortaleza significarían, con el tiempo, una salida de la oscuridad, un renacimiento.
Pero entonces los miraba sin ver, como quien busca de qué colgarse para desangrase sin excusas.
Cambié mi postura todavía encajada en el sillón, me fui abrazando con mis brazos mientras todo mi cuerpo se dejaba caer hacia el piso. Y caí. Ahí quedé, sobre la pinotea recién encerada y con el libro lejos de mí, creo que debo de haberlo lanzado lejos, sin rabia pero con miedo, desatenta a marcar la esquina de la página 233 en donde figuraba el párrafo lapidario que me seguía abofeteando a pesar del abrazo que, cada vez más fuerte, estrujaba mis omóplatos. Costumbre horrible la de maltratar los libros, dicen algunos; pero no es maltrato para mí esta cuestión de doblar las hojas; es urgencia, es parentesco, es hacer lo que se me da la gana.
Pero no quedó marca alguna en La piel fría, no pude y no quise marcar mi desazón de esa tarde.
Al rato llegó Él y me enrosqué sobre su pecho, siempre presente para cobijar mis penas. Dejate de leer esas cosas, me acuerdo que me decía cada vez que espiaba la contratapa de lo que estaba en mi mesa de luz. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, le recitaba yo mientras caminábamos o Uno es el hombre, de Jaime Sabines. No ves que te hacen mal. Qué me van a hacer mal, al contrario, estoy lista para lo que sea, yo no me escapo, miro a la muerte y al dolor de frente.
Como si quisiera desmenuzar la inclemencia más cruda, sin metáfora para mí, a los sopapos. La fortaleza estaba ahí, en mi capacidad para sentir lo más descarnado y poder nombrar a las cosas por su nombre; creo que me sentía un poco más valiente que los valientes porque yo, que sabía de qué iba la cosa, podía seguir viviendo, desafiando la intemperie, reconociendo el dolor en el dolor, sin anestesia, sin falsos consuelos.
Al pan, pan y al vino, vino. Yo, creía, era la única que nombrara a las cosas por su nombre.
Me acuerdo de una mañana, mientras íbamos al supermercado porque venían amigos a comer. Vamos al súper, me había dicho Él, sin darse cuenta de que su mujer estaba ya en otra dimensión de la vida misma, con los Diarios del Caminante de Bioy Casares entre mis manos; me resistí como si me estuviera proponiendo escalar el camino del Inca con cuarenta grados de calor. Tal fue mi desilusión que finalmente llegamos a un acuerdo: lo acompañaría, pero sin llevar la voz de mando, no pilotearía el carrito, siempre descuajeringados y caprichosos, que caminan para donde no tienen que caminar, y el resto de la tarde no me ocuparía de otra cosa que de seguir con mi lectura.
Camino al suplicio —odio los supermercados— yo le iba contando las maravillas del diario de Bioy, hombre a quien amo no solo por su inteligencia lúcida y devastadora, sino también por su gran parecido con mi padre, sobre todo, en sus últimos años. El Bioy viejo conservó su lindura; uno podía adivinar tras esos ojos transparentes y acuosos por los años, la presencia de un varón-pa-quererte-mucho-varón que supo entrar en el juego del amor de la manera más amorosa.
Mientras Él me preguntaba con insistencia, quebrando en parte nuestro trato, cuántos chorizos me parecía que debíamos comprar, yo pensaba si sería cierta la sospecha de Bioy: el miedo a la vejez, envejece. Entonces, ¿el miedo a la muerte, enmuerta? Ay, Bioy, si te hubiera conocido, pensaba yo y, Él, entretanto, calculaba kilaje de asado de tira y se decía a sí mismo, sin saber que yo andaba muy lejos de sus cálculos gastronómicos, que en realidad las mujeres no comen nada y que a quién se le había ocurrido decir que se calcula medio kilo por persona, si las minas se conforman con la ensalada verde y si los hombres, claro, ya no engullen como antes porque el colesterol y porque la presión y bla bla.
Ey, por dónde andás, en qué estás pensando. Sin importarme que ni el lugar ni el momento fueran los más propicio para sacar el puño, lo saqué, así, directo a su mandíbula: Dice Bioy que las mentiras piadosas que se dicen sobre la vejez le parecen casi deprimentes, porque lo verdaderamente deprimente, son las verdades.
Ya está, lo dije, me acuerdo del instante justo, frente a la gélida heladera de los yogures.
Digamos que nuestros puntos de vista con respecto a la vejez no coincidían, como otros tantos puntos. Pero ahí estaba nuestra complicidad: su mirada sobre mis palabras y una sonrisa de comprensión y de cariño que, después de años, ya era perfecta para mí.
Volvimos.
Él con la ilusión del día de sol y el asado y la vida.
Yo, un puro proyecto que no termina de despegar, una melancolía cansina, mechada con interludios intensos que me hacen, como a Él, amar la vida más allá de disonancias y oscuridades.