
Después de los días de ajetreo previos a "las fiestas", viene el tiempo de comprar pasajes, firmar permisos y despedir a los familiares que se desparraman aquí y allá.
¿Los peores? los días de viajes y rutas, hasta que cada uno llega a buen puerto. Una vez en tierra firme, me relajo, se me va la ansiedad y me sorprendo de mi propios temores, que se repiten año a año.
Queda por definir hacia dónde iremos (si es que el presupuesto lo permite), los que quedamos en la ciudad: ¿al mar, a la montaña?, ¿una quincena, apenas una escapada?
Dice uno de mis hijos que lo peor de estos tiempos es el destino certero de lidiar con las sobras navideñas más allá de lo esperado, hasta que la última y deslucida ensalada finalmente se termina o, sencillamente, no da para más, por chamuscada o indecorosa.
Pasados estos días de transición, llega lo mejor del veraño: el tiempo sin tiempo. Al fin nos enfrentaremos a esa pila de libros que hemos ido acumulando a lo largo del año.
Es época de grandes lecturas. Recuerdo aquel verano en el que leí, ávidamente, La Guerra y la Paz, al son de las olas que acompasaban mi lectura. Otro enero, esta vez en la montaña, acarreé en un bolso especial varios libros de Faulkner. Por eso, hoy para mí, Benjy, Caddy y Quentin tienen un extraño y siniestro color patagónico.
Si me toca quedarme en Buenos Aires, nada en mí es rebelión o tristeza: amo la ciudad en enero, libre de autos y de gente. Amo las horas dedicadas al ocio sin culpa, las noches cálidas, las chicharras impiadosas, los helados a cualquier hora.
A la lista de libros, se le suma la de las películas; es tiempo de estrenos o de panzadas de DVD que no vi en su momento.
¿Alcanzará el mes de enero para tantos proyectos?