
Todavía hoy no entiendo cómo pensé que podría aliviar mi angustia y matar tanta ansiedad justamente allí. Sin duda, aquella ridícula actitud habló una vez más del espíritu un tanto masoquista que se apodera de mí en las situaciones menos indicadas.
Era un día negro, de eso estoy segura, pero en aquel momento no me pareció lo suficientemente oscuro. Necesitaba desvanecer de un plumazo toda ráfaga de optimismo que, típico de mi eterna contradicción congénita, me empeñaba en rechazar para después redoblar el goce que me produciría la contrarráfaga.
Eran apenas las tres de la tarde, lo recuerdo perfectamente, de un jueves de principios de diciembre.
A las siete y media, algo más de tres horas después, tenía turno con el médico. Ya había espiado el sobre con los resultados de los análisis y sabía que algo no andaba bien porque donde debían figurar cuatro cifras, apenas si se leían dos y donde, por el contrario, no debían figurar más de cuatro, la lista de ceros, redondos y apretados, se prolongaba casi hasta el borde mismo de la hoja.
Había intentado todo tipo de actividades para pasar la tarde. Qué son tres horas, me acuerdo que dije mientras salía del laboratorio con el sobre estrujado entre las manos.
Ya en mi casa, me acomodé para leer el diario. Pobre de mí, apenas si pude hojear la sección Espectáculos. Probé ordenar un poco el caos de mi departamento, apostando a que quizás el trabajo rutinario de recoger, doblar y guardar me automatizaría de tal manera que los minutos y las horas volarían como pájaros.
Pero ni mi intento de registrar aunque más no fuera los titulares de la primera página del diario ni mi obsesión por el orden lograron espantar el rostro impávido del doctor Mármol, que ensombrecía mi lectura o desestabilizaba de golpe la parodia de mujer ordenada que me había empeñado en representar.
Mi trabajosa concentración se hacía humo, y al desvanecerse el humo ahí estaba él, el perfil suspendido del doctor Mármol diciendo algo así como: “Señora, lamento informarle que le quedan tres meses de vida”: la tendencia hacia la tragedia siempre fue uno de los principales rasgos de mi personalidad.
El perfil suspendido no había siquiera terminado de pronunciar la palabra vida -remarcando enfáticamente la v corta, sonora y despiadada- , y yo ya me veía instalada en un cajón color caoba (¿por qué caoba?) rodeada de rosas blancas (¿por qué blancas?). Alrededor del cajón y tras las rosas, no pude o no quise ver nada más.
Cuestión que, agobiada por tanto pensamiento fúnebre muy propio de mí, insisto, decidí escapar. No sé en qué me quedé pensando en mi trayecto hacia el shopping. Seguramente debo de haberme detenido en algún detalle del entierro, como por ejemplo, quienes cargarían el cajón color caoba; tres hombres de un lado y tres del otro, cosa que resultaría un serio inconveniente ya que vengo de una familia donde las mujeres siempre han sido mayoría. Obviamente no lo consideré mi problema, porque no recuerdo haber elegido entre parientes políticos o compañeros de trabajo.
Si recuerdo que no bien entré en el shopping tuve la sensación de ingresar en una extraña dimensión de la realidad. Ahí iba caminando yo, quizás una mujer moribunda, entre vidrieras estáticas que intentaban seducirme a pesar de mis eritrocitos bajos y mis leucocitos millonarios. Entré, desafiante, en un local. Pensé que mi destino escrito me delataría: “aquí va la que pronto va a morir”.
No voy a negar que me sentí un poco acobardada cuando una de las vendedoras, a pesar de mi siniestra presencia, siguió hablando con un tal Cacho, y la otra, apretada dentro de un par de pantalones negros, de oscura cabellera y ennegrecidos ojos, siguió ordenando, impávida y erecta, la pila de rígidos jeans eleastizados.
Me ordené no enojarme, por lo menos, no ese jueves de principios de diciembre. Al fin y al cabo, todos íbamos a morir. Yo, la de los ojos negros, Cacho y la del teléfono, aquel hombre que se escarbaba la nariz, más el resto de los seres vivos.
Así y todo, no tuve consuelo y busque refugio en un cortado doble con una medialuna.
Me hubiera sentido más a gusto, debido a mi estado de ánimo, en un viejo bar de Buenos Aires y no en aquella confitería tan expuesta, sin ventana por donde ver pasar la vida, y enfrentada a un vasito de vidrio largo y coqueto, cómodamente apoyado sobre una carpetita que simulaba una flor.
Me rodeaban grupos de tres o cuatro jóvenes comerciantes algo modernos, peinados hacia atrás con gel y vestidos con trajes verdes tornasolados.
Todavía hoy recuerdo perfectamente al mozo que me atendió. El delantal a rayas rojo y blanco haciendo juego con el moño rosa pálido que le apretaba el cogote desentonaba patéticamente con su cara de hombre del altiplano. Al pobre no se lo veía cómodo moviéndose en zigzag por entre las mesitas de hierro labrado cubiertas de puntillas, sirviendo aquí y allá masitas secas o tortas merengadas de limón.
Intenté demostrarle mi empatía con una sonrisa un tanto forzada. No sé por qué, presiento que él se dio cuenta de que yo era diferente. No porque mis días estuvieran contados —creo que por unos minutos logré olvidarme de mi inminente funeral— sino, simplemente, porque supo lo que yo adiviné detrás de su moño rosado.
Justo al lado de mi mesa, decía, los comerciantes arreglaban el mundo. No pude enhebrar la secuencia de la conversación pero sí alcancé a escuchar algunas frases tan trilladas que por algún momento pensé que se trataba de un sketch para la televisión. Cada pueblo tiene el presidente que se merece, decía el comerciante mayor. No hay pasajes, y después dicen que en este país hay pobreza, acotó el del gel, mientras que el del terrible traje tornasolado, rascándose la cabeza, intentaba expresar su total adhesión a la idea de que no por mucho madrugar se amanece mas temprano, o que el último siempre ríe mejor, ya casi no me acuerdo.
Si me acuerdo que empecé a deslizarme en la silla, lista para esconderme debajo de la mesa, pero de golpe me levanté, como si la misma parca me estuviera arengando y caminé derecho hacia la librería del segundo piso.
Tuve que treparme en la escalera eléctrica y ya casi en lo alto experimenté, me animo a aseverar, la sensación de omnipotencia que se apodera de un director de cine cuando se aleja en su silla mágica del escenario de acción. Vi adolescentes impávidos caminando hacia la nada, mujeres algo gordas y desteñidas arrastrándose del brazo de un marido cabizbajo, elegantes señoras que espiaban de reojo a señoras elegantes, nenas y nenes con globos gigantes de múltiples colores.
El golpe seco del final de la subida me despejó en un instante de mis fantasías cinéfilas. Recuperé el aliento, que supongo había perdido justo antes de la trepada, y con el aliento volvió con más fuerza, como después de un rebote, el perfil del doctor Mármol, suspendido esta vez sobre un telón negro y salpicado de recuento de glóbulos rojos.
Atolondrada y torpe, como queriendo ganarle al perfil suspendido que caminaba a mi lado, entré en la librería, con tanta mala suerte que en ese mismo momento salía un contingente de chiquitos enfundados en delantales a cuadros celestes y blancos. Algunos lloraban, otros se refregaban los mocos, casi todos se arrastraban con caritas de terneros asustados, atentos a las conocidas palabras de la maestra-vaca.
Recuerdo haberme sorprendido del sentimiento maternal que se apoderó de mí entonces. ¿Sería el poder de la muerte, rasguñando mi corazón hasta descascararlo? Siempre me consideré una mujer no apta para la maternidad, por eso no tuve hijos. De ahí mi sorpresa ante esas ganas tremendas de alzar a esos niñitos, uno por uno, acariciarlos y consolarlos por tan extraña experiencia. ¿Me sentiría, acaso, tan indefensa como aquellos pobres terneritos, caminando casi resignados hacia el matadero?
La voz, esta vez gangosa del doctor Mármol, invadió de repelente la escena, dejando afuera cualquier atisbo de actitud maternal que estaba empezando a germinar en mi interior.
Y fue entonces cuando por primera vez desde que había ingresado en el shopping miré el reloj.
¡Las ocho y media! Dios mío, supongo que debo de haber dicho, mientras que, seguramente, llevaba mi mano a la boca para disimular un gesto de sorpresa que nunca he aprendido a reprimir.
Desesperada, casi corriendo, atravesé pasillos, salí a la intemperie y me trepé en el primer taxi que pasó desocupado.
No puedo precisar a qué hora exactamente llegué al consultorio. Solo recuerdo que bajé temblando del auto, sudorosa y casi sin fuerzas. Estaba aterrada: no tanto por la posibilidad de encontrarme cara a cara con mi diagnóstico fatal, sino más bien por el pavor de que el doctor se hubiera ido. Eso significaría más y más horas deambulando por el shopping.
Apenas entré, recuerdo que vi en carne viva el perfil del doctor Mármol, esta vez colocado sobre unos hombros blancos y anchos. Casi sin palabras le tendí el sobre. Después de lo que creo fueron apenas unos minutos de ir y venir de una hoja a la otra, me miró y me dijo: “Todo bien, mujer, un poco de anemia, sin demasiada importancia”.
Fue entonces cuando inspiré profundamente, llené mis pulmones de renovados aires y salí del consultorio con la mirada en alto.
Una vez en la calle, paré, esta vez sin prisa, un taxi vacío.
Creo que fue en el momento justo de subirme al taxi cuando lo decidí. Volví a cada uno de los lugares en donde había estado unas horas antes. Caminé y caminé siguiendo mis pasos por los baldosones fríos, volví a observar todo desde lo alto de la escalera y entonces sí me di cuenta, con la claridad de una verdadera epifanía, que un día, cualquier día, alguien iría a mi funeral.