(*Gracias a Disparador, que me mandó esta buena foto). Si me vieran... tirada en la cama –escapo del calor de las cuatro de la tarde– buscando como Hansel y Gretel los indicios del camino hacia la felicidad en medio de un revoltijo de libros.
Leí el domingo en el diario La Nación que estudios científicos dicen, afirman, aseguran, que hay más felicidad en el altruismo que en el hedonismo. Chocolate por la noticia, pienso. El asunto es, y que me disculpen los científicos, cómo se llega ahí, al lugar exacto desde donde brota la felicidad como el agua de un manantial.
Estoy acá en la cama, decía, rodeada de los autores que me habitan, espiando en otras páginas infelicidades o felicidades ajenas aunque yo, la desconfiada, sé de antemano que nadie ES feliz. Se está feliz, y punto.
Me doy cuenta de que tanto calor me está haciendo mal, única manera de explicar esta insólita actitud mía: la de buscar en estos libros y no en otros.
Para que vayan entendiendo lo que digo, les voy contando lo que leo:
Dice Cheever que el mérito de su obra deriva de que su búsqueda de amor ha sido infructuosa.
Amor y felicidad.
Sigo: Javier Marías, sobre Joyce: "Para Joyce la infelicidad es como un vicio".
Más:
Clarice Lispector remarca sin sutilezas que la obsesión por el deseo de ser feliz la llevó a desperdiciar su vida: se ha movido con una tensión de arco y flecha, en medio de una irrealidad de deseos.
Pero esto no es nada, el bueno de Vargas Llosa dice en un libro de conversaciones:
"Nadie que tenga un poco de sensibilidad puede decir: soy feliz. La felicidad se vive por momentos, cuya intensidad compensa o no los intervalos de falta de felicidad, que son muy largos. Como todo el mundo, tengo largísimo períodos de frustración, de tristeza, de desmoralización. Uno puede sentirse en paz, es decir, feliz, solamente por descuido". Solamente por descuido, subrayo.
Cuando un frío extraño empieza a correr por mi espalda a pesar de los 34 grados, doy con las reflexiones despiadadas de uno de los personajes de Saer, en La Vuelta Completa:
"Los hombres no buscan la felicidad como se ha venido creyendo hasta la fecha, lo que hacen sencillamente es escapar del horror. Detrás de todo camuflaje, hay una hombre desnudo y solitario en medio de una penumbra que lo aterra".
¿Siguen ahí?
¿Quieren más?
Voy bajando la cuesta y casi sin pensarlo me decido por El Malagrado, de Thomas Bernhard y entonces leo: "... X estaba enamorado de su fracaso, pero hubiera sido todavía más infeliz si de la noche a la mañana hubiera perdido su infelicidad, si se le hubiera privado de ella en algún momento".
Y más abajo del abajo de Bernhard:
El libro del desasosiego, de Pessoa. Jamás pude pasar de la página 220, hasta ahí llega mi piel. Pessoa me mata, a veces siento que habla por mí, mientras que interiormente le grito que se calle.
Tengo ganas de lágrimas, dice.
Yo no soy pesimista, soy triste; dice.
La vida me disgusta como un remedio horrible, dice.
Cierro la edición del Desasosiego con fuerza, Pessoa revuelve mis tripas y hoy no estoy para entripados.
Me quedo con el cinismo de Houellebecq, hombre que va dejando constancia de su infelicidad con una contundencia inverosímil.
Al azar elijo una página de su ensayo El mundo como un supermercado y lo que leo me reconforta: "la única superioridad que reconozco es la bondad". Por lo demás, sigue diciendo, la vida es simple: la felicidad y la infelicidad de la gente se mueven alrededor de dos dimensiones, la atracción erótica y el dinero. Ajá.
Sigo.
Tolstoi y su famosísimo comienzo: "Todas las familias felices se parecen. Las infelices lo son cada una a su manera". Quizás, el mejor principio de la literatura de todos los tiempos. El viejo Tolstoi y su dolorosa e incesante búsqueda para intentar comprenderse a sí mismo, a pesar de saber lo que sabía.
Cierro cada uno de los libros y solo pienso en Borges, que balbuceaba algo así como que la felicidad se explica por sí misma, nada hay que agregar, no necesita ser trasmutada en belleza. Por eso casi no hay poetas de la felicidad. A la poesía le conviene la desdicha, la desventura (leo esto y automáticamente me siento feliz).
De ahí, me digo, el destino de infelicidad del poeta. No hay poesía sin descenso, sin hurguetear en los meandros interiores, sin padecer los desgarramientos existenciales y los sufrimientos de todos los hombres y de todos los tiempos, dando cuenta, palabra a palabra, de ese agujero interior del que nadie se salva, porque es parte de la vida misma.
Necesito otra bocanada de aire borgeano. Leo: "Un escritor inglés decía que había iniciado muchas veces el estudio de la filosofía pero que siempre lo había interrumpido la felicidad".
Y ahí me quedo, porque me gusta la idea de ser interrumpida por la felicidad. Porque en la interrupción habrá un otro que no soy yo.
Después de estas rudimentarias reflexiones, creo que tienen razón los científicos felices. La cuestión, entonces, será buscar esas experiencias para acrecentar, día a día, nuestra capacidad de amar, camino que nos llevará mejor que otros a la ansiada felicidad o, por lo menos, a momentos de gran felicidad.