
Este enero de 2010 he inaugurado, oficialmente, una nueva modalidad de lectura: la de leer dos, tres o cuatro libros al mismo tiempo. Cierto que alguna vez lo hice, pero no de esta manera, así, abiertamente, sin culpas.
Entonces digo, muy suelta de cuerpo y a pesar de la certeza de que el gran yupi objetará mi modo de leer y lo leído, que éste ha sido un mes de lecturas fructíferas, por lo menos para mí, que es lo que importa. De manera descarada, he entrado en fecundo diálogo con dos o tres autores al mismo tiempo, y de este diálogo es de lo que quiero hablar en el post de hoy.
Veamos primero los títulos, y después, si es que logran llegar más allá, lo que dijo uno y lo que dijo el otro.
- Vínculos, Isabel Fonsceca (prosa entreverada, quizás, una mala traducción).
- La liebre, César Aira. (Como leer Ema, la cautiva).
- Más liviano que el aire, Federico Jeanmaire. (Me quedo con sus otras novelas).
- Milagros de vida, J.G. Ballard. (Muy bueno).
- Jardín de Cemento, Ian Mac Iwan. (¡Muy bueno!, ¿cómo no lo había leído?).
- Muerte en la clínica privada. P.D. James. (Lo abandoné, no tuve paciencia ni para descubrir al asesino, ¿alguien sabe quién fue?).
- Venezuela, ¿la revolución por otros medios? Autores varios.
- Ecce homo. Friedrich Nietzsche (En proceso: una maravilla).
- Invisible. Paul Auster. (En proceso y disfrutando cada página).
Y termino con dos libros pequeñitos: Pasear, de Henry D. Thoreau (regalo de mi amiga A., que vive en España) y Cartas a Lucilio, de Séneca (recomendación de F., de La Lectora Provisoria), pues han sido estos autores los que han dialogado conmigo este verano en La Pedrera.
Leo que ya en el mil ochocientos y algo Thoreau despotricaba contra el mundo. El libro todo es una gran oda a la Caminata, así, con mayúsculas. Al arte de Caminar. ¿Qué es eso de pasear para hacer ejercicio,como quien toma una medicina?, protesta el hombre. El Caminar es parte fundamental de la aventura de vivir.
Qué cerca del bien está lo bello; qué cerca de lo salvaje, también, exclama Thoreau, mientras sale a pescar belleza en medio de pantanos y bosques impenetrables.
Con exacta vehemencia acusa a la civilización, al hombre que está quieto, al sumiso. Tanto, que mira sin entender a aquellos que se quedan en sus tiendas desde la mañana a la noche, sentados con las piernas cruzadas, como si las piernas estuvieran hechas para sentarse y no para caminar. Y semejante desprecio lo lleva derecho a la cruel admiración, ya que les reconoce a los hombres quietos el mérito de no haberse suicidado.
De ahí, paso a Séneca, el estoico, y sus Cartas a Lucilio.
De la desmesura a la austera serenidad.
De los signos de exclamación al punto y aparte.
Séneca le dice a su discípulo que deberá llevar sus riquezas intactas a través de ciudades en llamas. Riquezas como el valor, la prudencia y la Justicia; entonces nadie podrá quitárselas.
También dice, ya en el año 4, que el alma del hombre corriente está enferma. Thoreau y Séneca acuerdan en este punto; mientras uno se lanza a la aventura del paso a paso, el otro se refugia en la Sabiduría más pura, esa que está dentro de los límites del propio ser.
Pero Séneca no es un moralista como parece serlo Thoreau. No ve, una y otra vez, el error en los otros, no se aleja, no es sectario como el buen naturalista que divide al mundo entre caminantes y no caminantes, mientras se le infla el pecho al grito de tan extrema postura.
Entre sus consejos, Séneca le sugiere a Lucilio que busque y ejercite la paz sin separarse del mundo. Que pise territorio enemigo no como tránsfuga sino como explorador. Que el mundo está regulado por la Naturaleza, le recuerda: al cielo tormentoso le sigue el sereno, el mar quieto de golpe se agita; los vientos soplan desde el Norte y mañana, del Sur.
Porque la vida es como es, nacemos y morimos. Mal soldado es el que sigue al general a regañadientes. Ojo, le dice.
Hoy, digo yo, subiríamos los hombros y suspiraríamos resignados. "Hay lo que hay" o el más sabio "es lo que es"; o por qué no, un "nadie nos prometió un jardín de rosas" o hasta el básico entre los básicos: "así es la vida, no hay tu tía o qué se le va a hacer".
Si tuviera a los dos autores frente a mí para elegir de la mano de quién cruzar los charcos, no lo dudo. De Séneca. La vehemencia de Thoreau, lejos de invitarme al paseo y a la aventura, me rebela al punto de esconder mis manos detrás de la espalda.
Al menos conmigo, a Thoreau le salió el tiro por la culata. Acá me quedo por hoy, sentada con las piernas cruzadas.
Además, no para de llover.
O tal vez Robert Walser me encamine por la buena senda una vez que el sol vuelva a salir.
Foto: Magdalena Sororndo.