12.1.09

Observaciones callejeras

Foto: Gulaterio Pulvirenti

Enero en Buenos Aires. Los caminantes, cómplices, en el asfalto caliente.

Colecciona miedos y los luce como en una vidriera.

En el supermercado, se esconde entre las góndolas para no encontrarse con la vecina. Sale cansada, como después de una batalla.

Hay simpatía en lo que dice pero no en cómo lo dice.

Acariciar los propios brazos, un gesto de íntimo consuelo.

Alguien que lee el prospecto de un medicamento con terror contenido.

Cuando le dicen qué seria que estás, les mordería los tobillos, como un perro rabioso.

Ella revuelve el café con desgano. Él la mira como se mira a alguien por última vez.

Aburrida de verse en el espejo, ensaya expresiones ajenas.

Sin darse cuenta, se le desdibuja la sonrisa cuando se cruza con el mendigo.

Se enamora de su misterio hasta que él habla. Entonces el amor se convierte en rabia.

Otra vez la sensación de incomodidad más la certeza de no querer estar ahí.

No sabe cómo suspirar en el papel. Se decide y escribe: "suspiro".

Si cuando mastica hace ruido, ella lo fulmina antes de la mirada.

Ver a la rubia en una 4 x 4 y comprobar que hay frases hechas que dicen verdades.

Que se calle aquel que no para de hablar.

Sonríe como si dijera te quiero.

Camina moviendo las caderas: quiere ser la garota de Ipanema.

Ganas de alzar un bebé recién nacido y curbirlo con cada centímetro de su viejo cuerpo.

No tiene delirios de rico. Es rico.

No dice ni que sí ni que no. No dice.

Los famosos se saludan con complicidad en medio de la gente; se saben una raza aparte: la de los egocéntricos.

Como si ya no esperara un gesto de amabilidad. Sus ojos miran más allá, lejos del más acá.

11.1.09

Frase célebre de un amigo no célebre

Lo dijo A:


"¡Qué vivos!... ellos se encierran en los barrios cerrados... total... ¡que nos roben a nosotros!".

9.1.09

Buen fin de semana

"Viajábamos en un coche cómodo.
Por una ruta lluviosa.
Y vimos a un hombre harapiento cuando ya caía la noche.
A nosotros nos esperaba un techo, y teníamos lugar y pasamos de largo.
Y oímos como yo decía con un tono amargo: no, no podemos llevar a nadie.
Mucho más adelante, quizás a un día de marcha, repentinamente me asusté de esa voz mía, de aquel comportamiento mío y de todo el mundo".
Bertolt Brecht
* foto de tapa de libro: Alejandro Guyot

6.1.09

A ver quién se anima

(*Gracias a Disparador, que me mandó esta buena foto).

Si me vieran... tirada en la cama –escapo del calor de las cuatro de la tarde– buscando como Hansel y Gretel los indicios del camino hacia la felicidad en medio de un revoltijo de libros.

Leí el domingo en el diario La Nación que estudios científicos dicen, afirman, aseguran, que hay más felicidad en el altruismo que en el hedonismo. Chocolate por la noticia, pienso. El asunto es, y que me disculpen los científicos, cómo se llega ahí, al lugar exacto desde donde brota la felicidad como el agua de un manantial.

Estoy acá en la cama, decía, rodeada de los autores que me habitan, espiando en otras páginas infelicidades o felicidades ajenas aunque yo, la desconfiada, sé de antemano que nadie ES feliz. Se está feliz, y punto.
Me doy cuenta de que tanto calor me está haciendo mal, única manera de explicar esta insólita actitud mía: la de buscar en estos libros y no en otros.

Para que vayan entendiendo lo que digo, les voy contando lo que leo:

Dice Cheever que el mérito de su obra deriva de que su búsqueda de amor ha sido infructuosa.
Amor y felicidad.

Sigo: Javier Marías, sobre Joyce: "Para Joyce la infelicidad es como un vicio".

Más:
Clarice Lispector remarca sin sutilezas que la obsesión por el deseo de ser feliz la llevó a desperdiciar su vida: se ha movido con una tensión de arco y flecha, en medio de una irrealidad de deseos.

Pero esto no es nada, el bueno de Vargas Llosa dice en un libro de conversaciones:

"Nadie que tenga un poco de sensibilidad puede decir: soy feliz. La felicidad se vive por momentos, cuya intensidad compensa o no los intervalos de falta de felicidad, que son muy largos. Como todo el mundo, tengo largísimo períodos de frustración, de tristeza, de desmoralización. Uno puede sentirse en paz, es decir, feliz, solamente por descuido". Solamente por descuido, subrayo.

Cuando un frío extraño empieza a correr por mi espalda a pesar de los 34 grados, doy con las reflexiones despiadadas de uno de los personajes de Saer, en La Vuelta Completa:

"Los hombres no buscan la felicidad como se ha venido creyendo hasta la fecha, lo que hacen sencillamente es escapar del horror. Detrás de todo camuflaje, hay una hombre desnudo y solitario en medio de una penumbra que lo aterra".
¿Siguen ahí?
¿Quieren más?
Voy bajando la cuesta y casi sin pensarlo me decido por El Malagrado, de Thomas Bernhard y entonces leo: "... X estaba enamorado de su fracaso, pero hubiera sido todavía más infeliz si de la noche a la mañana hubiera perdido su infelicidad, si se le hubiera privado de ella en algún momento".
Y más abajo del abajo de Bernhard:
El libro del desasosiego, de Pessoa. Jamás pude pasar de la página 220, hasta ahí llega mi piel. Pessoa me mata, a veces siento que habla por mí, mientras que interiormente le grito que se calle.

Tengo ganas de lágrimas, dice.
Yo no soy pesimista, soy triste; dice.
La vida me disgusta como un remedio horrible, dice.
Cierro la edición del Desasosiego con fuerza, Pessoa revuelve mis tripas y hoy no estoy para entripados.
Me quedo con el cinismo de Houellebecq, hombre que va dejando constancia de su infelicidad con una contundencia inverosímil.
Al azar elijo una página de su ensayo El mundo como un supermercado y lo que leo me reconforta: "la única superioridad que reconozco es la bondad". Por lo demás, sigue diciendo, la vida es simple: la felicidad y la infelicidad de la gente se mueven alrededor de dos dimensiones, la atracción erótica y el dinero. Ajá.
Sigo.
Tolstoi y su famosísimo comienzo: "Todas las familias felices se parecen. Las infelices lo son cada una a su manera". Quizás, el mejor principio de la literatura de todos los tiempos. El viejo Tolstoi y su dolorosa e incesante búsqueda para intentar comprenderse a sí mismo, a pesar de saber lo que sabía.
Cierro cada uno de los libros y solo pienso en Borges, que balbuceaba algo así como que la felicidad se explica por sí misma, nada hay que agregar, no necesita ser trasmutada en belleza. Por eso casi no hay poetas de la felicidad. A la poesía le conviene la desdicha, la desventura (leo esto y automáticamente me siento feliz).
De ahí, me digo, el destino de infelicidad del poeta. No hay poesía sin descenso, sin hurguetear en los meandros interiores, sin padecer los desgarramientos existenciales y los sufrimientos de todos los hombres y de todos los tiempos, dando cuenta, palabra a palabra, de ese agujero interior del que nadie se salva, porque es parte de la vida misma.
Necesito otra bocanada de aire borgeano. Leo: "Un escritor inglés decía que había iniciado muchas veces el estudio de la filosofía pero que siempre lo había interrumpido la felicidad".
Y ahí me quedo, porque me gusta la idea de ser interrumpida por la felicidad. Porque en la interrupción habrá un otro que no soy yo.
Después de estas rudimentarias reflexiones, creo que tienen razón los científicos felices. La cuestión, entonces, será buscar esas experiencias para acrecentar, día a día, nuestra capacidad de amar, camino que nos llevará mejor que otros a la ansiada felicidad o, por lo menos, a momentos de gran felicidad.

5.1.09

Fantasmas en el parque

He leído con mucho placer y en apenas unas horas, Fantasmas en el parque, de María Elena Walsh.
Entré en una suerte de conversación con esta mujer bien plantada, a la que "a veces se le vuelan los pájaros", como le dice una amiga circunstancial que conoció en el Parque Las Heras.
Allí va María Elena por las tardes y desde ahí trata de explicarse esta nueva Buenos Aires que se le desdibuja y en la que ve sólo una ciudad en permanente estado de colapso.

Le fastidian los hombre y mujeres enfundados en equipos adidas que corren y corren en cumplimiento del deber, siempre serios, como si estuvieran muertos de miedo por las innumerables pestes que amenazan a los tristes sedentarios.
La confunden los desharrapados, porque no saben si son indigentes o criaturas de clase media progre.
La asustan los desayunadores colgados de sus celulares y se pregunta por qué nunca ve a nadie llorar en la calle o en las plazas.

A pesar de estas disonancias, está a gusto en el parque y se deja llevar por ese bienestar callejero.
La acompañan, además de los desconocidos de siempre, los fantasmas del pasado: Silvina Ocampo, Borges, Ángel Rama, su amado Juan Ramón Jiménez, Neruda.
Hay anécdotas deliciosas sobre cada uno de ellos, de esas que silencian el aire alrededor, para que las historias se eternicen sin punto final.

También hay confesiones, densas algunas, como el íntimo intercambio, de enferma a enferma, que tuvo en la Embajada americana con la gran Susan Sontag; ligeras otras, como esas fiestas ostentosas de poder y dinero que provocaron siempre en ella el más contundente rechazo.

Más fantasmas todavía: las palabras... tan de ella y tan de su época, palabras o frases que ya casi no circulan por esta ciudad efervescente: tiempo del Ñaupa, al divino botón, sacar canas verdes, sacar carpiendo, piel de judas, pedigüeño, sonsa, encule, mandonear, suponte, cochino, chinchuda, pobretona, añares, matete.
Y hay más fantasmas. Muchos más.

2.1.09

Buen fin de semana... ¿raro?

"Las páginas donde un lector ardiente copia los pasajes que más le satisfacen, preservando las oraciones más felices o más sabias, para ser reescritas en otro contexto y con otra intención. Frases que serán mejor recordadas que si permanecieran en el mismo lugar, en la memoria. Esas frases capaces de hacer brillar una página".
Ben Jonson ( lo copié hace años de la vieja revista ANIMUS; no tengo más datos..., eso me pasa por no haber copiado más...).