“Mirá la luna, mamá”, gritó mi hija, mientras miraba el cielo tibio de una noche de verano. Para Borges era la luna de Virgilio; para mí, es la luna de Borges, le contesté. Y esa luna, cargada de antiguos llantos, pasaba a ser para mí sinónimo de una certeza: la certeza de que mi hija se había asegurado uno de los placeres del mundo, de ese mundo que empezaba a desocultarse para ella.
De ahora en más y a pesar de los tiempos, los poetas se instalarían en su vida.
Porque no habrá nada que hiera la poesía, mientras exista ese alguien que diga y siga diciendo la maravilla en épocas de noche oscura. Porque la poesía es y será inútil en su apariencia, de un servir para nada, sin excelencias ni resultados, pero intocable siempre en su belleza.
Seguimos caminando en silencio, cada una alimentando sus propios pensamientos.
Yo pensaba en Borges (sospecho que ella también) y una vez más me cautivaron sus versos que de tanto en tanto me empeño en recordar o que, simplemente, aparecen ahí, como epílogo perfecto de algún momento especial. Y pensé que, como Borges, que no podía mirar una nube sin acordarse de una “nube escrita”, yo tampoco podría ya pararme frente al mar sin que resonara, casi automáticamente, aquello de que... Antes que el tiempo se acuñara en días / El mar, el siempre mar, ya estaba y era…; ni disfrutar de la lluvia o de las horas que siguen a la lluvia sin adivinar mi propia voz murmurando... Bruscamente la tarde se ha aclarado / porque ya cae la lluvia minuciosa / cae o cayó. La lluvia es una cosa / que sin duda sucede en el pasado.
Y una lluvia trajo a otra. Y ahí estaba la que vuelve cada noche y cae sobre los cafetales de Álvaro Mutis, y la lluvia de los versos de Lugones, desnudándose en los sauces, transparente y dorada bajo un rayo de sol.
Fue entonces que pensé en ellos, los poetas. Y los sentí infiltrados como ríos en mi alma.
Y entre mis muchos amores, Buenos Aires, pensé... ¿la amaría con la misma intensidad si los poetas no la hubieran embellecido para mí? Me resultó impensable una Buenos Aires sin Borges, sin todo lo que él me reveló, sin su memoria; me resultó otra la ciudad sin las veredas de Cortázar porque como él o por él las siento en los tamangos / como la fiel caricia de mi tierra. ¿Cómo aprehender Buenos Aires sin las esquinas olvidadas de González Tunón, sin las calles recorridas por Baldomero?
Y puesta a pensar en amores, claro, apreció el Amor, así, con mayúscula, atravesado por los versos amantísimos de Vinicius, las metáforas de Neruda que me enseñaron a hacer sonar un río en mi cuerpo; el corazón que sobra y que sangra de Miguel Hernández que se quiere despedir de tanta pena / cultivar los barbechos del olvido / y si no hacerse polvo/ hacerse arena. El amor no es el mismo amor después de los versos de Gelman, sobre todo, después de aquel que dice... que lindos tus ojos / y más, la mirada de tus ojos / y más el aire de tus ojos cuando lejos miran/ en el aire estuve buscando: / la lámpara de tu sangre / tu sombra / sobre mi corazón.
Vuelvo a Borges y rescato su decir: cuando leemos un buen poema pensamos que también nosotros hubiéramos podido escribirlo, que ese poema preexistía en nosotros. Y es entonces, digo yo, cuando algo así como una forma indescriptible de felicidad se apodera de nosotros. Quizás sea esa sensación prodigiosa de extrañamiento, de rapto, de acceso, que sentía Cortázar al leer las poesías de Juarroz: “hacía mucho que no leía poemas que me extenuaran y me exaltaran como los suyos, y se lo digo así, al galope y sin releer...” le escribe Cortázar en una carta al poeta.
Porque ellos, los poetas, son el eco de nuestras muchas emociones, que, embellecidas, nos son devueltas con ritmos propios, Es entonces cuando todo nuestro todo vibra, sufre, clama...como clama Jaime Sabines por costras que endurezcan nuestra piel, de a ratos casi a la intemperie, en carne viva... Hablo de todo lo que tiene origen / en este estar desesperado/ y hablo también de lo que no lo tiene/ y nos zozobra dentro y nos golpea / como un pájaro ciego enajenado.
Pero a pesar de tanta pena, no son estos tiempos de penurias si alguien desoculta para nosotros la esencia del dolor, de la muerte, del amor. Ya el mundo no será el mismo, ya el otro no será el que fue porque el poeta agregará miradas a nuestro mirar, memoria a nuestros recuerdos, luz a cada orfandad, rosas a nuestros versos, ecos a cada grito. Agradezco entonces al poeta, que crea voces y presencias en mis días, que me lleva en sus espaldas, que me ayuda a vivir.
Porque en la espalda del hombre no está el hombre
están los otros hombres y la muerte
las risas y los dioses
la angustia de los muertos.
(Roberto Juarroz).
De ahora en más y a pesar de los tiempos, los poetas se instalarían en su vida.
Porque no habrá nada que hiera la poesía, mientras exista ese alguien que diga y siga diciendo la maravilla en épocas de noche oscura. Porque la poesía es y será inútil en su apariencia, de un servir para nada, sin excelencias ni resultados, pero intocable siempre en su belleza.
Seguimos caminando en silencio, cada una alimentando sus propios pensamientos.
Yo pensaba en Borges (sospecho que ella también) y una vez más me cautivaron sus versos que de tanto en tanto me empeño en recordar o que, simplemente, aparecen ahí, como epílogo perfecto de algún momento especial. Y pensé que, como Borges, que no podía mirar una nube sin acordarse de una “nube escrita”, yo tampoco podría ya pararme frente al mar sin que resonara, casi automáticamente, aquello de que... Antes que el tiempo se acuñara en días / El mar, el siempre mar, ya estaba y era…; ni disfrutar de la lluvia o de las horas que siguen a la lluvia sin adivinar mi propia voz murmurando... Bruscamente la tarde se ha aclarado / porque ya cae la lluvia minuciosa / cae o cayó. La lluvia es una cosa / que sin duda sucede en el pasado.
Y una lluvia trajo a otra. Y ahí estaba la que vuelve cada noche y cae sobre los cafetales de Álvaro Mutis, y la lluvia de los versos de Lugones, desnudándose en los sauces, transparente y dorada bajo un rayo de sol.
Fue entonces que pensé en ellos, los poetas. Y los sentí infiltrados como ríos en mi alma.
Y entre mis muchos amores, Buenos Aires, pensé... ¿la amaría con la misma intensidad si los poetas no la hubieran embellecido para mí? Me resultó impensable una Buenos Aires sin Borges, sin todo lo que él me reveló, sin su memoria; me resultó otra la ciudad sin las veredas de Cortázar porque como él o por él las siento en los tamangos / como la fiel caricia de mi tierra. ¿Cómo aprehender Buenos Aires sin las esquinas olvidadas de González Tunón, sin las calles recorridas por Baldomero?
Y puesta a pensar en amores, claro, apreció el Amor, así, con mayúscula, atravesado por los versos amantísimos de Vinicius, las metáforas de Neruda que me enseñaron a hacer sonar un río en mi cuerpo; el corazón que sobra y que sangra de Miguel Hernández que se quiere despedir de tanta pena / cultivar los barbechos del olvido / y si no hacerse polvo/ hacerse arena. El amor no es el mismo amor después de los versos de Gelman, sobre todo, después de aquel que dice... que lindos tus ojos / y más, la mirada de tus ojos / y más el aire de tus ojos cuando lejos miran/ en el aire estuve buscando: / la lámpara de tu sangre / tu sombra / sobre mi corazón.
Vuelvo a Borges y rescato su decir: cuando leemos un buen poema pensamos que también nosotros hubiéramos podido escribirlo, que ese poema preexistía en nosotros. Y es entonces, digo yo, cuando algo así como una forma indescriptible de felicidad se apodera de nosotros. Quizás sea esa sensación prodigiosa de extrañamiento, de rapto, de acceso, que sentía Cortázar al leer las poesías de Juarroz: “hacía mucho que no leía poemas que me extenuaran y me exaltaran como los suyos, y se lo digo así, al galope y sin releer...” le escribe Cortázar en una carta al poeta.
Porque ellos, los poetas, son el eco de nuestras muchas emociones, que, embellecidas, nos son devueltas con ritmos propios, Es entonces cuando todo nuestro todo vibra, sufre, clama...como clama Jaime Sabines por costras que endurezcan nuestra piel, de a ratos casi a la intemperie, en carne viva... Hablo de todo lo que tiene origen / en este estar desesperado/ y hablo también de lo que no lo tiene/ y nos zozobra dentro y nos golpea / como un pájaro ciego enajenado.
Pero a pesar de tanta pena, no son estos tiempos de penurias si alguien desoculta para nosotros la esencia del dolor, de la muerte, del amor. Ya el mundo no será el mismo, ya el otro no será el que fue porque el poeta agregará miradas a nuestro mirar, memoria a nuestros recuerdos, luz a cada orfandad, rosas a nuestros versos, ecos a cada grito. Agradezco entonces al poeta, que crea voces y presencias en mis días, que me lleva en sus espaldas, que me ayuda a vivir.
Porque en la espalda del hombre no está el hombre
están los otros hombres y la muerte
las risas y los dioses
la angustia de los muertos.
(Roberto Juarroz).
8 comentarios:
Estrella, me encantó lo que escribiste. Aprendo algo cada vez que te leo. No soy del mundo de las letras, no escribo, pero mi sensibilidad recibe encantado a ese mundo.
Saludos
Gracias!
Me arrepentí un poco de este post, demasiado personal, demasiadas citas... pero si te gustó, ya me quedo más que contenta.
a mi me encantó! ¿por qué te arrepentiste?
lo leí anoche, pero no se m eocurrió qué comentar... pero me gustó mucho
Gracias! Entonces no lo saco...
Coincido con Lucía. Me gustó mucho...hasta hice copy-paste y se lo mandé a una amiga.
Pero ameritaba una respuesta poética y .....
No lo saques!!
jajaja!!
tal cual, tenés que tener en cuenta que, como Angie y yo, debés tener varios visitantes ocultos... no siempre uno tiene la capacidad de opinar, responder, hacer un comentario, criticar... inspirarse....
Vamos che, no se hagan las que no tienen nada que decir. Acepto si les da fiaca. Aunque sea un saludito!
pienso igual que lucía y angie. me encantó pero como amerita una respuesta poética a la altura de las circunstancias, me quedo sólo con el saludito.
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