Costumbre horrible la de maltratar los libros, dicen algunos. Pero no es maltrato para mí esta cuestión de doblar las hojas: es urgencia, es parentesco, es hacer lo que se me da la gana.
Por eso subrayo con lápiz o con marcadores; saco flechas que pueden ir hacia el punto más impensado y agrego conversaciones a cada lectura, como si entrara, de verdad, en un profundo diálogo con el autor o con alguno de los personajes. Con el paso del tiempo, y al releer ciertos libros, ese diálogo primero se convierte en un nuevo diálogo con el ser que yo era en ese entonces; y así, preguntas y respuestas se reproducen según la edad, el estado de ánimo, la empatía casual con el autor a esa hora de la noche en que lo leo.
Si alguien, pro casualidad, quisiera conocer, saber algo de mi imaginario diario íntimo (¿por qué querría?), no tendría más que leer mis lecturas, lupear sobre los subrayados, descifrar signos de exclamación, jaes cuando lo que leo me provoca risa, doble rayas apretadas como si quisiera cavar una zanja en el papel.
Mi mayor aspiración: que este libro nuevo, símetrico, compacto, se convierta con el tiempo en ese amasijo de hojas gastadas.
4 comentarios:
¿nunca te pasa que no te reconocés en los subrayados ni en los signos de exclamación; que no entés tus propios jaes ni las dobles rayas?
a mi ¡todo el tiempo!
Muchos releen capitulos. Otros libros enteros. Nunca siento que estoy releyendo, porque cuando lo hago, siento que estoy leyendo esas palabras por primera vez. Solo una sensación de ambito conocido. Pero si lo he subrayado, solo leo el resumen. Me preocupo al subrayar que las oraciones tengan sentido al leer solo las palabras subrayadas. Y eso los hace mas míos, y con ese extraño e imúdico pensamiento de querer que otro encuentre esta rara forma de escribir sobre las palabras de otro.
mercedes dijo...
Por mi parte, me resistí por mucho tiempo a marcar mis libros. Si lo hacía, era muy tímidamente, con lápiz, para poder borrar al instante, una vez concluída la lectura. Más aún, si se trataba de libros que prometían sucesivas lecturas,fundamentalmente los clásicos, intentaba que quedaran casi inmaculados. Tal vez se trataba entonces de una relación desigual entre el lector y la lectura. A las grandes obras, se les debía un respeto que lindaba con el anonadamiento. No había nada que decir, ni comentar, ni agregar. Estaba todo allí, para ser leído y sólo cabía la veneración silenciosa.
Más adelante, y a pesar de una reciprocidad que se fue haciendo algo menos desigual, continué leyendo sin lápiz en mano. No sé si se trataba de una sincera desconfianza respecto del tiempo y su capacidad de incidir en mi mirada. O la necesidad de novedad que necesito para abrir un libro.O bien, la convicción de que la palabra nos retacea siempre algo. Como si la lectura fuese lo constantemente incabado. Lo cierto es que mi único trazo, algo aséptico, consiste en señalar la propiedad del objeto con mi nombre en la contrahoja. Me animo a más con los libros que hablan de otros libros. Incluso soy capaz de disentir abiertamente y entrar en largas disputas con preguntas y llamados de atención en los márgenes. Pero no con la ficción y mucho menos con la poesía.
Por eso se me ocurre que conservo muy poca memoria de comienzos o frases intachables. Me acompañan las imágenes, los escenarios, algunos personajes, pero sobre todo, el ámbito propio que despierta a su alrededor cada lectura.
Al hecho de subrayar, resaltar o marcar algo de lo que estamos leyendo lo tomo como un aplauso al escritor por decir algo que nos ha llegado.
Conocido de la vida
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