Cuentan que “en el remanso oscuro de un jardín, iluminado débilmente al fondo por las ventanas encendidas de los pabellones estudiantiles, comenzó a recitar Federico, espontáneamente, sin que nadie se lo pidiera, su último romance traído de Granada. En medio del silencio y de aquella penumbra de álamos, pudo entrever como se le transfiguraba el rostro, se le dramatizaban la voz y todo el aire al son duro, patético, lleno de misterioso escalofrío, que repicaba por el suceso sonámbulo del poema”.
Cada tanto vuelvo a leer esta pequeña historia que me seduce como ninguna otra entre todas las anécdotas que cuenta Rafael Alberti, sobre aquellos mágicos años que pasó junto a García Lorca en la Universidad de Madrid.
Si fuera cineasta, pienso, filmaría sin duda esta escena, así, tal como Alberti la cuenta. Cámara en mano lograría un perfecto primerísimo plano del perfil de Federico, con su inmensa cabeza, de frente ancha y larga, recortado sobre el fondo fundido de los álamos, plateados para mí, susurrantes y sueltos. Quizás decidiera sumar la luna a esta escena, porque no hay Lorca sin lunas: lunas blancas, de pergamino, lunas de cien rostros iguales que huyen y vuelven, segando lentamente el temblor de un viejo río. Aunque el espectador atento, pienso, intuiría de todas formas su presencia. Descarto entonces la obviedad de la luna por temor al exceso, a lo sobredicho. Opto por el silencio y elijo, en cambio, un moroso traveling o un plano secuencia de los rostros, seguramente maravillados, de Alberti, Buñuel, Guillén y Salinas, y será entonces el espectador, destinado protagonista del duende auténtico y poderoso de Federico.
Si en cambio la vida me hubiese convertido en fotógrafa, quizás fuesen aquellos melancólicos ojos suyos lo que primero retrataría: imagino mi lente apresando su mirada oscura y brillante, instalada casi en el medio justo de su cara de piel cetrina, levemente aceitunada, y decidiría terminar la serie desafiando la llama gris de la muerte, con el foco clavado en su sonrisa larga, disipadora de hondas penas.
Si paleta y pincel tuviera en mis manos, sé que me internaría en sus paisajes interiores, buscando en cada trazo su ser fuego, llanto, grito: resalto entonces los claroscuros, acentúo los rojos, esfumo en luz las manos sobre el piano y me detengo en sus pies hundidos en la tierra, tocando las raíces remotas de España. Destierro en mi imaginación y con cada pincelada, las sombras de tanta muerte a destiempo.
Como poeta, me apropiaría de las horas mudas de silencio de río, de esa, su sangre multiplicada, de cada copla viva y de cada verso apretado entre tristezas, de sus ojos de poeta que miran por mirar y cantan.
Si coleccionara por puro deleite, mi colección acapararía orgullosa sus dibujos limpios de colores pasteles y trazos casi de niño, ingenuos y perversos a la vez; su primera e íntima guitarra, el original del soneto más oscuro, aquellas fotos donde se ve en una color sepia su figura carismática junto a un joven y tímido Dalí; en otra, ahí esta él, rodeado de artistas, hermanados por la risa y el abrazo a la salida de un teatro en Buenos Aires, más exactamente en la calle Corrientes, casi esquina Talcahuano. Rastrearía cada critica y reseña de los estrenos de La zapatera, Mariana Pineda o Yerma, junto a sus queridas Lola y Margarita.
Si de memoria se trata y memoriosa yo fuera, repetiría hasta en sueños tanto ritmo adherido a su garganta, cada verde, cada patio con su rumor de siemprevivas, todo el cante y todo el canto, la luna resucitada en primavera, el último llanto de las guitarras abiertas, los ríos hondos de Granada, cada muerte a cuestas, las navajas, los cuchillos y la rosa blanca de sus penas, y, una a una, las gotas de sangre derramada, honrando así la memoria en verso del poeta más evocado por el pueblo de España.
Pero soy lectora.
Entonces puedo filmarlo, encuadrarlo, soñarlo, recordarlo, recitarlo, gozarlo y sentir el fuerte latido de sus misterios de alegrías desbordantes o de insondables tristezas.
Puedo también compartir con los poetas que tuvieron la suerte de conocerlo, tanta admiración y tanto encantamiento y hacerme eco de las palabras de Pablo Neruda: Hay dos Federicos, el de la verdad y el de la leyenda, y los dos son uno solo. Hay tres Federicos, el de la poesía, el de la vida y el de la muerte, y los tres son un solo ser. Hay cien Federicos, y cantan todos ellos porque su corazón destrozado estaba lleno de semillas.
No sabrán los que lo asesinaron que lo estaban sembrando, que echaría raíces, que seguiría cantando, cada vez más sonoro y más viviente y que habrá, para siempre, Federico García Lorca.
Madrigal Apasionado
Quisiera estar en tus labios / para apagarme en la nieve / de tus dientes / Quisiera estar en tu pecho / para en sangre deshacerme / Quisiera en tu cabellera / de oro sonar para siempre / Que tu corazón se hiciera / tumba del mío doliente. / Que tu carne sea mi carne, / que mi frente sea tu frente. / Quisiera que toda mi alma/ entrara en tu cuerpo breve / y ser yo tu pensamiento / y ser yo tu blanco veste. / Para hacer que te enamores / de mí con pasión tan fuerte / que te consumas buscándome/ sin que jamás ya me encuentres. / Para que vayas gritando/ mi nombre hacia los ponientes, / preguntando por mí al agua, / bebiendo triste las hieles / que antes dejo en el camino / mi corazón al quererte. / Y yo mientras iré dentro / de tu cuerpo dulce y débil, / siendo yo, mujer, tú misma, / y estando en tí para siempre, / mientras tú en vano me buscas / desde Oriente a Occidente / hasta que al fin nos quemara / la llama gris de la muerte.
Cada tanto vuelvo a leer esta pequeña historia que me seduce como ninguna otra entre todas las anécdotas que cuenta Rafael Alberti, sobre aquellos mágicos años que pasó junto a García Lorca en la Universidad de Madrid.
Si fuera cineasta, pienso, filmaría sin duda esta escena, así, tal como Alberti la cuenta. Cámara en mano lograría un perfecto primerísimo plano del perfil de Federico, con su inmensa cabeza, de frente ancha y larga, recortado sobre el fondo fundido de los álamos, plateados para mí, susurrantes y sueltos. Quizás decidiera sumar la luna a esta escena, porque no hay Lorca sin lunas: lunas blancas, de pergamino, lunas de cien rostros iguales que huyen y vuelven, segando lentamente el temblor de un viejo río. Aunque el espectador atento, pienso, intuiría de todas formas su presencia. Descarto entonces la obviedad de la luna por temor al exceso, a lo sobredicho. Opto por el silencio y elijo, en cambio, un moroso traveling o un plano secuencia de los rostros, seguramente maravillados, de Alberti, Buñuel, Guillén y Salinas, y será entonces el espectador, destinado protagonista del duende auténtico y poderoso de Federico.
Si en cambio la vida me hubiese convertido en fotógrafa, quizás fuesen aquellos melancólicos ojos suyos lo que primero retrataría: imagino mi lente apresando su mirada oscura y brillante, instalada casi en el medio justo de su cara de piel cetrina, levemente aceitunada, y decidiría terminar la serie desafiando la llama gris de la muerte, con el foco clavado en su sonrisa larga, disipadora de hondas penas.
Si paleta y pincel tuviera en mis manos, sé que me internaría en sus paisajes interiores, buscando en cada trazo su ser fuego, llanto, grito: resalto entonces los claroscuros, acentúo los rojos, esfumo en luz las manos sobre el piano y me detengo en sus pies hundidos en la tierra, tocando las raíces remotas de España. Destierro en mi imaginación y con cada pincelada, las sombras de tanta muerte a destiempo.
Como poeta, me apropiaría de las horas mudas de silencio de río, de esa, su sangre multiplicada, de cada copla viva y de cada verso apretado entre tristezas, de sus ojos de poeta que miran por mirar y cantan.
Si coleccionara por puro deleite, mi colección acapararía orgullosa sus dibujos limpios de colores pasteles y trazos casi de niño, ingenuos y perversos a la vez; su primera e íntima guitarra, el original del soneto más oscuro, aquellas fotos donde se ve en una color sepia su figura carismática junto a un joven y tímido Dalí; en otra, ahí esta él, rodeado de artistas, hermanados por la risa y el abrazo a la salida de un teatro en Buenos Aires, más exactamente en la calle Corrientes, casi esquina Talcahuano. Rastrearía cada critica y reseña de los estrenos de La zapatera, Mariana Pineda o Yerma, junto a sus queridas Lola y Margarita.
Si de memoria se trata y memoriosa yo fuera, repetiría hasta en sueños tanto ritmo adherido a su garganta, cada verde, cada patio con su rumor de siemprevivas, todo el cante y todo el canto, la luna resucitada en primavera, el último llanto de las guitarras abiertas, los ríos hondos de Granada, cada muerte a cuestas, las navajas, los cuchillos y la rosa blanca de sus penas, y, una a una, las gotas de sangre derramada, honrando así la memoria en verso del poeta más evocado por el pueblo de España.
Pero soy lectora.
Entonces puedo filmarlo, encuadrarlo, soñarlo, recordarlo, recitarlo, gozarlo y sentir el fuerte latido de sus misterios de alegrías desbordantes o de insondables tristezas.
Puedo también compartir con los poetas que tuvieron la suerte de conocerlo, tanta admiración y tanto encantamiento y hacerme eco de las palabras de Pablo Neruda: Hay dos Federicos, el de la verdad y el de la leyenda, y los dos son uno solo. Hay tres Federicos, el de la poesía, el de la vida y el de la muerte, y los tres son un solo ser. Hay cien Federicos, y cantan todos ellos porque su corazón destrozado estaba lleno de semillas.
No sabrán los que lo asesinaron que lo estaban sembrando, que echaría raíces, que seguiría cantando, cada vez más sonoro y más viviente y que habrá, para siempre, Federico García Lorca.
Madrigal Apasionado
Quisiera estar en tus labios / para apagarme en la nieve / de tus dientes / Quisiera estar en tu pecho / para en sangre deshacerme / Quisiera en tu cabellera / de oro sonar para siempre / Que tu corazón se hiciera / tumba del mío doliente. / Que tu carne sea mi carne, / que mi frente sea tu frente. / Quisiera que toda mi alma/ entrara en tu cuerpo breve / y ser yo tu pensamiento / y ser yo tu blanco veste. / Para hacer que te enamores / de mí con pasión tan fuerte / que te consumas buscándome/ sin que jamás ya me encuentres. / Para que vayas gritando/ mi nombre hacia los ponientes, / preguntando por mí al agua, / bebiendo triste las hieles / que antes dejo en el camino / mi corazón al quererte. / Y yo mientras iré dentro / de tu cuerpo dulce y débil, / siendo yo, mujer, tú misma, / y estando en tí para siempre, / mientras tú en vano me buscas / desde Oriente a Occidente / hasta que al fin nos quemara / la llama gris de la muerte.
3 comentarios:
Estoy mirando la computadora pensando ....quiero escribir algo para explicar el placer que me produjo leer lo de García Lorca...
PERO......LUCÍA...SOCORRO....COMO SIGO!!!!!!!!!
(existe el síndrome de la pantalla en blanco?????)
Estrella, a mí también me gustamucho García Lorca. Gracias por recordarme el Madrigal apasionado!
si, existe ese síndrome.... !!
yo me consuelo con que me pasa a mi y a otros pocos (vos entre ellos?? jaja)... y no a Estrella!!!!
supongo que de a poco irá desapareciendo... de a poco, siempre y cuando "algo" escribamos... aunque sea SOCORRO!!!! eso llena la pantalla blanca... un poco... ja
Publicar un comentario